lunes, 28 de septiembre de 2009

Reflexión sobre algunos de nuestros jóvenes

JAVIER MARÍAS ZONA FANTASMA
Pieles finísimas
El País semanal 27/09/2009
Parece que cada nueva generación de jóvenes tenga la piel más fina y sea más pusilánime, y que cada nueva de padres esté más dispuesta a protegérsela y a fomentar esa pusilanimidad, en un crescendo sin fin. Los adultos, luego, se alarman ante los resultados, cuando ya es tarde: se encuentran con que tienen en sus hogares a adolescentes tiránicos que no soportan el menor contratiempo o frustración; que a veces les pegan palizas (sobre todo a las madres, que son más débiles); que zumban a policías, queman coches e intentan asaltar comisarías (oye, qué juerga) porque se les impide prolongar un ruidoso botellón más allá de las tres de la madrugada, como acaba de ocurrir en la acaudalada Pozuelo de Alarcón; que, en el peor y más extremo de los casos, violan en grupo a una muchacha de su edad o más joven, como sucedió en un par de ocasiones en Andalucía hace unos meses; y que por supuesto abandonan tempranamente los estudios, cuando aún no tienen conocimientos para trabajar en nada ni –con el galopante paro– oportunidad para ello. Esos adolescentes pusilánimes y despóticos no suelen provenir de familias marginales o pobres (aunque, como en todo, haya excepciones), sino de las medias y adineradas. Son aquellos a los que se ha podido y querido mimar; si no afectiva, sí económicamente.
Los estudiantes de la Universidad inglesa de Cambridge aún pertenecen, en su mayoría, a estas clases más o menos desahogadas, y su piel es finísima a tenor de lo que han pedido y conseguido: nada menos que acabar con una tradición de doscientos años. Han decidido que la colocación en tablones de las listas con los resultados de los exámenes finales (exámenes públicos, así se llaman) es algo “demasiado estresante” para ellos, que les provoca “angustia extra e innecesaria” y les supone una “humillación”, ya que permite a terceros enterarse de si han suspendido o aprobado, y además, si no se da uno prisa en ir a verlas, antes que los interesados. El protector profesorado ha atendido a su petición, así que a partir de ahora recibirán sus notas por e-mail o podrán consultarlas online (está por ver) cuarenta y ocho horas antes de que sean expuestas. No es difícil pronosticar que a la siguiente generación esto le parecerá insuficiente, y que exigirá que esas listas no se cuelguen en absoluto, aduciendo que esa información sólo concierne a cada cual. Los adultos, al paso que vamos, no se atreverán a contrariarlos, con lo que se perderá otra de las motivaciones de los estudiantes para aplicarse, a saber: la vergüenza de quedar ante sus colegas como burros, vagos o incompetentes.
Mientras los niños y jóvenes se tornan cada vez más caprichosos, arbitrarios, quejicas y dictatoriales, los Gobiernos intervienen para convertir en delito el cachete que los padres solían dar a sus vástagos cuando había que ponerles límites o enseñarles que ciertos actos acarrean consecuencias y castigos, es decir, lo que todo el mundo ha de aprender más pronto o más tarde, pues, que yo sepa, los castigos no han sido abolidos en nuestras sociedades. Toda la vida se ha distinguido sin dificultad entre eso, un cachete ocasional, y una paliza en toda regla por parte de un adulto a un niño, algo condenable y repugnante para casi cualquiera que no sea el palizador. Quienes han prohibido el cachete no siempre se oponen, sin embargo, a enviar a la cárcel a menores de edad si éstos cometen un delito de consideración. Es el reino de la contradicción: a un chaval no se le puede poner la mano encima bajo ningún concepto, aunque haga barbaridades y no entre en razón (su piel es finísima), pero sí se le puede meter una temporada entre rejas para hundirle la vida y que se acabe de malear. Nada es seguro, claro está, pero es posible que ni los violadores juveniles ni los fascistoides de Pozuelo hubieran llegado tan lejos si hubieran recibido, en anteriores fases, alguna que otra torta proporcional y hubieran aprendido a temer las consecuencias de sus actos incipientemente delictivos. El temor a las consecuencias sigue siendo –lo siento, ojalá no fuera así– uno de los mayores elementos disuasorios, también para los adultos. Hay muchos, entre éstos, que no roban ni pegan ni matan tan sólo porque saben que los pueden pillar y que les caerá un castigo. Si esto, como digo, ha de aprenderse antes o después, no veo por qué dicho aprendizaje se retrasa ahora hasta edades en las que a veces es demasiado tarde: ¿cómo va a aceptar un joven que no puede hacer esto o aquello si a lo largo de sus quince o dieciocho años se lo ha educado en la creencia de que siempre se saldría con la suya, de que a todo tenía derecho a cambio de ningún deber, y de que sus acciones más graves no acarrearían más consecuencia que el rollo que le soltaran los plastas de sus padres o profesores?
Ya sé cómo algunos leerán este artículo: como una mera reivindicación de la bofetada. Miren, qué se le va a hacer. Puestos a ser tan simplistas como esos posibles lectores, prefiero que un muchacho se lleve alguna de vez en cuando a que se lo arroje a una celda demasiado pronto, sin capacidad para entender de golpe por qué diablos está ahí, o a que viole a una compañera en manada y se vuelva a casa creyendo que eso no tiene mayor importancia que ponerse ciego de alcohol en las felices noches de botellón.

martes, 22 de septiembre de 2009

¡GRACIAS, HERMANOS AMERICANOS!

En el curso 2007-2008, se unió a mi grupo de alumnos de Sexto de Primaria una niña procedente de Ecuador, concretamente de Guayaquil, se llama Ingrid. Anda ahora en 2do de ESO. Sorprendió por su acento, sus modales y su rico castellano. Una cría que tuvo, desafortunadamente, que sobreponerse al rechazo de parte de sus compañeras que no supieron acogerla como merecía y darle el calor que se necesita cuando llegas a tierra extraña.

Y al leer este artículo de Rosa Montero, acudió a mi memoria la experiencia que significó ayudarle a integrarse en nuestro país.

Aprendiendo modales en el supermercado

Rosa Montero

Hace algunos días, una amiga mía estaba haciendo cola delante de la caja de un supermercado. Era una hora punta y había mucha gente. Cuando llegó su turno, mi amiga, que ya había vaciado su cesta sobre la cinta, dijo: “Buenas tardes”. La cajera, una chica de aspecto andino, levantó sobresaltada la cabeza de su afanoso marcar y marcar. “Ay, señora, perdone, buenas tardes”, dijo con su suave acento ecuatoriano: “Es que una termina perdiendo los modales”. Y, mientras cobraba, le contó a mi amiga que llevaba cinco años en España y que, cuando llegó, se le habían saltado las lágrimas en más de una ocasión por la rudeza del trato de la gente: no pedían las cosas por favor, no daban las gracias, a menudo ni contestaban sus saludos. “Al principio pensaba que estaban enfadados conmigo, pero luego ya vi que eran así”.

De todos es sabido que el español tiene modales de bárbaro. Aún peor: consideramos nuestra grosería un rasgo idiosincrásico y hasta nos enorgullecemos de ella. “Somos ásperos pero auténticos”, he oído decir en más de una ocasión. Y también: “Es mejor ser así que andarse con esas pamemas hipócritas y cursis que se gastan otros pueblos”. Y por pamemas cursis nos estamos refiriendo pura y simplemente a la buena educación. En muchas cosas, por desgracia, seguimos siendo un país de pelo en pecho al que le gusta alardear de ser muy macho.

Resulta sorprendente que nos hayamos convertido en un pueblo tan áspero y tan zafio, porque, en mi infancia, a los niños se nos enseñaba todavía a saludar, a dar las gracias, a ceder el asiento en el autobús a las embarazadas, a sostener la puerta para dejar pasar a un incapacitado, por ejemplo. Hoy todos esos usos corteses, esas convenciones amables que las sociedades fueron construyendo a lo largo de los siglos para facilitar la convivencia, parecen haber desaparecido en España barridas por el huracán del desarrollo económico y de una supuesta modernización de las costumbres. En no sé qué momento de nuestra reciente historia se llegó a la tácita conclusión de que ser educado era una rémora, una práctica vetusta e incluso un poco de derechas. Me temo que defender los buenos modales, como hago en este artículo, puede parecerles a muchos una reivindicación casposa y obsoleta. Pero en realidad los buenos modales no son sino una especie de gramática social que nos enseña el lenguaje del respeto y de la ayuda mutua. Alguien cortés es alguien capaz de ponerse en el lugar del otro.

Dentro de esta educación en la mala educación que estamos llevando a cabo de modo tan eficiente, son los chicos más jóvenes quienes, como es natural, aprenden más deprisa. No sólo es bastante raro que un muchacho o una muchacha levanten sus posaderas del asiento para ofrecerle el sitio a la ancianita más renqueante y temblorosa que imaginarse pueda, sino que además empieza a ser bastante común ver a una madre por la calle cargada hasta las cejas de paquetes y flanqueada por el gamberro de su hijo adolescente, un grandullón de pantalones caídos que va tocándose las narices con las manos vacías y tan campante.

Algunas de estas madres llenas de impedimenta y acompañadas de hijos caraduras son emigrantes, lo que demuestra la inmersión cultural de la gente extranjera: las nuevas generaciones crecidas aquí enseguida se hacen tan maleducados como nosotros. Pero, por fortuna, también sucede lo contrario. Quiero decir que, en los últimos años, muchos de los trabajos que se realizan de cara al público, como los empleos de cajero o de dependiente en una tienda, han sido cubiertos por personas de origen latinoamericano. Dulces, amables y educados, esas mujeres y esos hombres siguen insistiendo en dar los buenos días, en pedir las cosas por favor y en decir gracias. Algunos, sobre todo aquellos que vinieron hace años, como la cajera que se encontró mi amiga, tal vez hayan relajado un poco su disciplina cortés, contaminados por nuestra rudeza. Pero la mayoría continúa siendo gentil con encomiable tenacidad, y así, poco a poco, están ayudando a desasnar al personal celtíbero. ¿No se han dado cuenta de que estamos volviendo a saludar a las dependientas? Yo diría que en el último año la situación parece haber mejorado. Las colas de los supermercados, con sus suaves y atentas cajeras latinoamericanas, son como cursillos acelerados de educación cívica. Quién sabe, quizá los emigrantes consigan civilizarnos.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Mi resumen del Curso 08/09 en la ALCE de Brux

Como "cocinilla" que es uno, he hecho una "animación", (peliculilla) para recoger algunos de los hechos acontecidos en mi primer curso como maestro de la Agrupación de Lengua y Cultura Españolas de Bruselas.
He intentado colgarlo en Youtube para poderlo compartir con la comunidad educativa, espero haberlo conseguido; aquí está http://www.youtube.com/watch?v=XI4AG_J36xU

¡ Mi hijo José Luis se ha casado!

Es difícil expresar públicamente los sentimientos que afloraran cuando se produce un acontecimiento de este tipo; ya tiene 28 años; así que ..., calcula los que tengo yo.
Lo notorio son los momentos personales que yo he vivido, sentimientos, hechos, percepciones, afectos..., una serie de circunstancias que han hecho variar mi forma de afrontar la vida. Creo que esta boda ha influído mucho en mi.

Elodie y José Luis cumplieron con su deseo de adquir un compromiso entre ellos y ante todos de contraer matrimonio.