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domingo, 4 de marzo de 2012

Corduba.

Cuando Roma desembarca en la Península Ibérica, allá por finales del siglo III d.C., lo hace para resolver su conflicto con Cartago y ganar la supremacía comercial sobre el Mediterráneo. Su vocación de conquista la descubriría más tarde, al comprobar la riqueza del país al que había llegado casi por accidente, la feracidad de sus tierras y la buena disposición de sus ciudades -prósperas y desarrolladas como las más avanzadas de Italia, quizás por haber bebido de las mismas fuentes-. Entre ellas, hubo una en la que la nueva potencia colonial se fijó desde el primer momento: Corduba, urbe turdetana floreciente y capaz, que controlaba el curso del "río grande" (futuro Baetis) hasta el punto exacto en el que dejaba de ser navegable. Era, pues, un paradigma de ciudad puente, portuaria y estratégica, que Roma eligió de inmediato como sede de sus gobernadores y centro de operaciones para la conquista.

Tras las Guerras Civiles entre César y los hijos de Pompeyo, que dirimieron en suelo cordobés el futuro del Imperio Romano, dejando a su paso un reguero de destrucción y de muerte, la vieja Corduba renace de sus cenizas obteniendo del nuevo y flamante Princeps, Octaviano Augusto, el estatuto jurídico de Colonia y el patronímico más noble que imaginarse pudiera: Patricia. Fue, además, reafirmada como capital de Baetica, la provincia romana más rica y noble de Occidente, que tanto tendría que decir en la economía del Imperio, y que daría a Roma sus más grandes emperadores. A partir de este momento, la nueva C. P. Corduba, agradecida y ufana de su romanidad, se reinventa a sí misma, decidida a purgar sus viejos pecados de republicanismo y convertirse, por monumentalidad e imagen pública y privada en simulacrum Urbis, o lo que es lo mismo: espejo de Roma. Con la ayuda del Emperador, sus aristocracias ciudadanas, entre las cuales familias tan conocidas como los Annaei o los Marii, ponen sus fortunas al servicio de la colectividad y en pocos años Colonia Patricia se presenta ante el mundo como la más romana de entre las ciudades de Occidente. Su centro urbano se llena de plazas, templos, arcos de triunfo, teatro, termas, acueductos, casas de lujo, estatuas-, sustituyendo el mármol a los viejos materiales en un claro símbolo de nobleza y poder adquisitivo. Nada se deja al azar; ni siquiera el espacio extramuros, entendido como escaparate al servicio de la imagen urbana; el preámbulo que debió servir al viajero para captar enseguida la grandeza de la ciudad a la que se acercaba. Allí se ubicaron las necrópolis, de monumentos funerarios expuestos como garantía de memoria y prestigio a la vera de las vías; las actividades industriales y nocivas, enviadas fuera para evitarse molestias; las mansiones necesitadas de jardines, perspectivas y juegos de agua para satisfacer las necesidades de ostentación de sus dueños, y, por supuesto, algunos de los más grandes edificios de espectáculos; concretamente, en Córdoba, circo y anfiteatro.
El circo patriciense se disponía junto a la via Augusta, conformando una escenografía colosal con la puerta de Roma y el foro provincial, que presidía el templo de la calle Claudio Marcelo. En el circo se celebraban las carreras de caballos y de carros, agrupadas en cuatro factiones (prasina: verde, en evocación de la primavera; russata: roja, del verano; veneta: azul, del otoño y albata: blanca, del invierno) que competían entre sí con pasión y fiereza alimentadas de su propia y extraordinaria popularidad. En un día de juegos el suburbio oriental de la ciudad debía hervir de gente, que apostaba lo que buenamente podía (a veces, más) por su facción favorita y llevaba el fervor por sus colores hasta los últimos extremos. En cuanto al anfiteatro, el mayor de Hispania, a la altura y el nivel de la capital bética, ofreció espectáculos capaces de atraer a gentes de los más alejados confines, entre los cuales, como era habitual, cacerías de fieras, ejecuciones y luchas de gladiadores. En Córdoba debieron combatir los mejores, y en su arena murieron al menos una veintena que nos han dejado sus epitafios en el entorno, en un ejemplo modélico de convivencia entre la vida y la muerte. Pero es que, además, en Colonia Patricia tuvo su sede el ludus gladiatorius hispanus, la única escuela de gladiadores de Hispania, que debió abastecer de luchadores a todo el Imperio.

DESIDERIO VAQUERIZO. 4 DE FEBRERO DE 2012 PERIÓDICO CÓRDOV

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