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domingo, 25 de marzo de 2012

Historia, conmemoraciones y memoria popular

La conmemoración del bicentenario de la Constitución de 1812 ha mostrado una vez más cómo puede utilizarse el pasado para justificar el presente. Los políticos lo hacen a menudo: deforman la historia para adaptarla a sus propios fines. Y lo pueden hacer escogiendo mitos o lugares comunes que explican sus argumentos o distorsionando las pruebas para llegar al fin deseado. Tiran de la historia, porque toca ese día o porque la agenda lo exige, pero, en realidad, la aproximación que hacen es todo menos histórica, pura invención.
En el acto oficial que tuvo lugar el pasado 19 de marzo en el Oratorio San Felipe Neri de Cádiz, tanto Mariano Rajoy como el rey Juan Carlos se refirieron a la labor realizada por aquellos diputados como fuente de inspiración para afrontar las dificultades actuales. El pasado hecho presente, aunque sólo en las partes que cumplen la función deseada. La Constitución de 1812 sería “un eslabón decisivo en el esfuerzo para la liberación de la Patria” (palabras del Rey) o “una de las mayores aportaciones a la cultura política universal” (Rajoy). Ocurrió, sin embargo, que fue derogada muy pronto por un rey Borbón y que un sector muy importante de aquella sociedad, de esos que se supone querían liberar a la Patria, encabezados por la nobleza y la Iglesia católica, lo que defendieron fue restaurar el absolutismo y mandar a la soberanía nacional a la cárcel y al exilio.
El principio de soberanía nacional, que entonces significaba el reconocimiento de que el poder residía en la nación, el conjunto de ciudadanos, sin distinción de los privilegios que otorgaba el Antiguo Régimen a los estamentos, era la base del liberalismo frente a la monarquía absoluta. Se trataba de limitar la autoridad del rey, separar los poderes, suprimir los privilegios y reconocer las libertades y derechos individuales. Eso era lo nuevo de la cultura política liberal que había comenzado a nacer en Inglaterra, en el movimiento de independencia americano y con la revolución francesa. En vez de subrayar esos valores, reprimidos después durante tanto tiempo, lo que han destacado los discursos oficiales es la “unidad nacional” y el “espíritu de concordia”, las motivaciones patrióticas, en suma, que mejor sirven al presente.

Lo que debe siempre evitarse es buscar los hechos más convenientes para apoyar las ideas favoritas
Pese a lo bonita que puede resultar la celebración, no hay un hilo conductor que una aquel pasado de 1812 con el presente, como si la historia de España de los siglos XIX y XX hubiera sido una lucha continua del “pueblo” por mantener sus libertades. La historia dice más bien lo contrario: las constituciones del siglo XIX que más duraron fueron muy conservadoras y el siglo XX, hasta 1978, estuvo marcado por las dictaduras y la negación del constitucionalismo. La Constitución republicana de 1931, en el papel la más democrática de todas, que otorgó por primera vez el voto a las mujeres e introdujo, por ejemplo, el matrimonio civil y el divorcio, sufrió ataques frontales desde el principio y la derecha católica, con José María Gil Robles a la cabeza, pidió su “revisión total” por ser “tiránica”, “persecutoria”, “vergonzosamente bolchevizante”, antes de que un golpe de Estado y una guerra civil la liquidaran. Ninguna institución democrática actual ha querido o se ha atrevido a conmemorarla, celebrarla cuando cumple años (80 el pasado diciembre), y menos todavía reconocerla.
Esas declaraciones interesadas sobre la historia, ampliamente difundidas por los medios de comunicación, contribuyen a articular una memoria popular sobre determinados hechos del pasado, hitos de la historia, que tiene poco que ver con el estudio cuidadoso de las pruebas disponibles, entendidas en el contexto en que se produjeron. Planteada de esa forma, la historia rescata tradiciones inventadas desde el presente y proporciona lecciones morales.
Rajoy apeló a ese pasado glorioso, “celebración de unos patriotas”, para mostrar “que en tiempos de crisis no sólo hay que hacer reformas, sino que también hay que tener valentía para hacerlas”. Podría haber usado el mismo pasado para demostrar que las cosas no tienen por qué ser de la manera que son ahora, que en tiempos difíciles la gente puede encontrar caminos de resistencia, que hay alternativas y que algunos avances del pasado ocurrieron a través de la lucha y el conflicto.
Las visiones históricas están sujetas a revisión y cambios con el tiempo, porque la historia no es una mera narración de hechos, vacía de interpretación, sino un análisis del pasado fundamentado en las pruebas disponibles. Aunque el conocimiento del pasado está limitado por las disputas entre historiadores, por los diferentes puntos de vista, por la tensión entre subjetividad y objetividad, lo que debe siempre evitarse es buscar los hechos más convenientes para apoyar las ideas favoritas.
No situar los hechos en su contexto histórico apropiado conduce a perspectivas ahistóricas y a leer el pasado con los ojos del presente. Promover una buena educación sobre la historia quizás parezca ahora irrelevante, “con la que está cayendo”, frase preferida para evitar cualquier posición crítica o pensamiento analítico, pero, mientras tanto, las celebraciones oficiales siguen alimentando relatos míticos, simplificados, para consumo popular, a mayor gloria del poder.
Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza.

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