Mi ideal culinario es la simplicidad, compatible en todo momento con un determinado grado de sustancia. Pido una cocina simple y ligera, sin ningún elemento de digestión pesada, una cocina sin taquicardias. El comer es un mal necesario y, por tanto, se ha de airear. Soy contrario al vino fuerte y de alta graduación. El vino dulce me horroriza. El vino ha de ser seco, fresco, y de pocos grados. No me gustan las cosas crudas, ni dulces, ni demasiado saladas. El lujo, en el comer como en todo, me deprime. Siempre he creído que la mesa es un elemento decisivo de sociabilidad y tolerancia. Nunca he sido partidario de las cocinas exóticas ni de los platos de pueblos lejanos, remotos. En alguna ocasión,
encontrándome en una ciudad u otra, mis amigos me han querido llevar a algún restaurante chino o judío o polinesio … Jamás he puesto los pies en esos extraños recintos. Nunca he sentido la menor curiosidad ni por la cocina árabe, ni semítica, ni del Extremo Oriente. Prefiero comer con cuchara, tenedor y cuchillo, antes que con los dedos o con palillos. Soy un franco partidario de la cocina de este continente, tan variada, y de la cocina de América del Norte. Si bien se mira, lo acepto, es en conjunto algo corriente y aburrido, monótono. Pero esta monotonía me encanta, pues desconfío de que las novedades por sistema ayuden a pasar la vida.” [10]
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