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lunes, 18 de julio de 2022
domingo, 1 de mayo de 2022
domingo, 19 de septiembre de 2010
¡LOS AMIGOS!
El verano, la muerte de mi suegra, mi hijo, casado y viviendo en el extranjero; los golpes que en su salud están recibibieno nuestros amigos, el verano en Córdoba... hizo que repasáramos, Mariví, mi mujer, y yo, nuestro "activo" y llegamos a la conclusión que lo mejor que teníamos, además de nosotros 4 (tenemos dos hijos), eran nuestros amigos. No es fácil trasladar este sentimiento hacia ellos: no se dejan, te cortan... Hoy, en el País Semanal, Rosa Montero publica un artículo que recoge lo que yo quiero atreverme a decirles a ellos, a mis amigos.
ROSA MONTERO 19/09/2010 EL PAÍS SEMANAL.
Llevo meses intentando escribir un artículo sobre la amistad y siempre me detiene el miedo de no estar a la altura. De que mis palabras no logren merecerse a mis amigos. Las loas a la amistad son un lugar común demasiado común: todo el mundo se calienta la boca hablando de ello (yo también lo he hecho). “Lo más importante en la vida son los amigos”, gorjean alegremente los concursantes más descerebrados de los reality shows o las contertulias más malvadas de la telebasura. Amigos y amistad son hermosas palabras que el uso y el abuso han desgastado.
2Con los años, las amistades se profundizan. Alcanzan un nivel de emoción indescriptible”
Lo de la amistad es como el amor. Todo el mundo cree saber de ello, todos nos consideramos grandes conocedores del asunto, expertos en los sentimientos y en la pasión, cuando, en realidad, son dos materias complejas e infinitas, profundos rincones del ser que uno sólo empieza a entender cuando madura. De jóvenes, de muy jóvenes, amigos y amores te llegan fácilmente, son una lluvia cálida y revuelta, confusa, ligera, amontonada. De joven, de muy joven, en realidad no escoges, aunque lo creas. Te haces amigo y te enamoras de lo primero que pasa. Porque necesitas querer. Somos así, y esa necesidad es conmovedora.
Y luego vas viviendo y te vas haciendo. Con suerte, y con esfuerzo, es posible que empieces a conocerte un poco. Y también vas encontrando a tu gente, a esas personas que se convertirán en tu mundo, en tu territorio. La única patria que reconozco son mis amigos. Es una patria exigente. La amistad requiere atención, entrega, riego constante. Hay que invertir muchas horas en cultivarla. Ahora que soy mayor, sé con toda certidumbre que es el mejor destino que puedes dar a tu tiempo. Es una de las cosas que he aprendido.
Digan lo que digan los animosos partidarios del optimismo vital, envejecer es algo bastante desagradable. Envejecer es perder; pierdes a la gente querida que se muere; pierdes capacidades físicas y, sobre todo, pierdes futuro: con lo hermosa que es la vida, cada vez se te queda más chica por delante. Pero con los años también ganas un par de cosas muy valiosas: sin duda experiencia, y si te lo trabajas, sabiduría, que es la suma del conocimiento intelectual y de la madurez emocional. Pero, sobre todo, ganas ese pasado común con los amigos. Crecer con los amigos, envejecer con ellos, ir trenzando a la espalda, con esos testigos de tu vida, años y años de una biografía compartida, es algo absolutamente maravilloso. Con los años, con los muchos años (yo tengo amigos activos desde hace tres décadas), las amistades se profundizan y agigantan. Alcanzan un nivel de emoción y de veracidad indescriptible.
Porque, con los años, las amistades se prueban de verdad. El tiempo puede herir; hay momentos en los que el tiempo se vuelve salvaje, y muerde y desgarra como una bestia furiosa. Y en esos tránsitos penosos de tu vida, en la angustia, en los problemas, en la desolación y la incertidumbre, los verdaderos amigos acuden a tu rescate. Con tal generosidad, con tal facilidad afectuosa, que realizan auténticas proezas como si en realidad no les costara nada (la última proeza sobrehumana que han hecho mis amigos por mí ha sido ayudarme en un traslado de domicilio y montarme la casa, prácticamente ellos solos, en cinco días). Los amigos te salvan literalmente la vida y lo hacen sin esperar nada, sin alardear de nada, por el puro placer de dar. Modestamente grandiosos.
A veces he jugado a imaginar cuáles serían mis últimos pensamientos antes de morir. Cómo sería el balance de mi existencia. Durante muchos años he supuesto que esas memorias ardientes y finales estarían compuestas por recuerdos de mis amores más apasionados, de la infancia y la familia, quizá de algunos momentos de mi escritura. Pero ahora sé que en ese recuento final brillarán como islas de luz algunos momentos mágicos con mis amigos. Esos regalos de cariño que me han dado, tan inmensos que siento que es imposible merecerlos. Eso también es la verdadera amistad: la sensación de estar felizmente en deuda con los otros. Por todo eso que ya hemos vivido, y por todo lo que todavía viviremos, gracias. Muchas gracias.
ROSA MONTERO 19/09/2010 EL PAÍS SEMANAL.
Llevo meses intentando escribir un artículo sobre la amistad y siempre me detiene el miedo de no estar a la altura. De que mis palabras no logren merecerse a mis amigos. Las loas a la amistad son un lugar común demasiado común: todo el mundo se calienta la boca hablando de ello (yo también lo he hecho). “Lo más importante en la vida son los amigos”, gorjean alegremente los concursantes más descerebrados de los reality shows o las contertulias más malvadas de la telebasura. Amigos y amistad son hermosas palabras que el uso y el abuso han desgastado.
2Con los años, las amistades se profundizan. Alcanzan un nivel de emoción indescriptible”
Lo de la amistad es como el amor. Todo el mundo cree saber de ello, todos nos consideramos grandes conocedores del asunto, expertos en los sentimientos y en la pasión, cuando, en realidad, son dos materias complejas e infinitas, profundos rincones del ser que uno sólo empieza a entender cuando madura. De jóvenes, de muy jóvenes, amigos y amores te llegan fácilmente, son una lluvia cálida y revuelta, confusa, ligera, amontonada. De joven, de muy joven, en realidad no escoges, aunque lo creas. Te haces amigo y te enamoras de lo primero que pasa. Porque necesitas querer. Somos así, y esa necesidad es conmovedora.
Y luego vas viviendo y te vas haciendo. Con suerte, y con esfuerzo, es posible que empieces a conocerte un poco. Y también vas encontrando a tu gente, a esas personas que se convertirán en tu mundo, en tu territorio. La única patria que reconozco son mis amigos. Es una patria exigente. La amistad requiere atención, entrega, riego constante. Hay que invertir muchas horas en cultivarla. Ahora que soy mayor, sé con toda certidumbre que es el mejor destino que puedes dar a tu tiempo. Es una de las cosas que he aprendido.
Digan lo que digan los animosos partidarios del optimismo vital, envejecer es algo bastante desagradable. Envejecer es perder; pierdes a la gente querida que se muere; pierdes capacidades físicas y, sobre todo, pierdes futuro: con lo hermosa que es la vida, cada vez se te queda más chica por delante. Pero con los años también ganas un par de cosas muy valiosas: sin duda experiencia, y si te lo trabajas, sabiduría, que es la suma del conocimiento intelectual y de la madurez emocional. Pero, sobre todo, ganas ese pasado común con los amigos. Crecer con los amigos, envejecer con ellos, ir trenzando a la espalda, con esos testigos de tu vida, años y años de una biografía compartida, es algo absolutamente maravilloso. Con los años, con los muchos años (yo tengo amigos activos desde hace tres décadas), las amistades se profundizan y agigantan. Alcanzan un nivel de emoción y de veracidad indescriptible.
Porque, con los años, las amistades se prueban de verdad. El tiempo puede herir; hay momentos en los que el tiempo se vuelve salvaje, y muerde y desgarra como una bestia furiosa. Y en esos tránsitos penosos de tu vida, en la angustia, en los problemas, en la desolación y la incertidumbre, los verdaderos amigos acuden a tu rescate. Con tal generosidad, con tal facilidad afectuosa, que realizan auténticas proezas como si en realidad no les costara nada (la última proeza sobrehumana que han hecho mis amigos por mí ha sido ayudarme en un traslado de domicilio y montarme la casa, prácticamente ellos solos, en cinco días). Los amigos te salvan literalmente la vida y lo hacen sin esperar nada, sin alardear de nada, por el puro placer de dar. Modestamente grandiosos.
A veces he jugado a imaginar cuáles serían mis últimos pensamientos antes de morir. Cómo sería el balance de mi existencia. Durante muchos años he supuesto que esas memorias ardientes y finales estarían compuestas por recuerdos de mis amores más apasionados, de la infancia y la familia, quizá de algunos momentos de mi escritura. Pero ahora sé que en ese recuento final brillarán como islas de luz algunos momentos mágicos con mis amigos. Esos regalos de cariño que me han dado, tan inmensos que siento que es imposible merecerlos. Eso también es la verdadera amistad: la sensación de estar felizmente en deuda con los otros. Por todo eso que ya hemos vivido, y por todo lo que todavía viviremos, gracias. Muchas gracias.
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GNERALIDADES
martes, 22 de septiembre de 2009
¡GRACIAS, HERMANOS AMERICANOS!
En el curso 2007-2008, se unió a mi grupo de alumnos de Sexto de Primaria una niña procedente de Ecuador, concretamente de Guayaquil, se llama Ingrid. Anda ahora en 2do de ESO. Sorprendió por su acento, sus modales y su rico castellano. Una cría que tuvo, desafortunadamente, que sobreponerse al rechazo de parte de sus compañeras que no supieron acogerla como merecía y darle el calor que se necesita cuando llegas a tierra extraña.
Y al leer este artículo de Rosa Montero, acudió a mi memoria la experiencia que significó ayudarle a integrarse en nuestro país.
Aprendiendo modales en el supermercado
Rosa Montero
Hace algunos días, una amiga mía estaba haciendo cola delante de la caja de un supermercado. Era una hora punta y había mucha gente. Cuando llegó su turno, mi amiga, que ya había vaciado su cesta sobre la cinta, dijo: “Buenas tardes”. La cajera, una chica de aspecto andino, levantó sobresaltada la cabeza de su afanoso marcar y marcar. “Ay, señora, perdone, buenas tardes”, dijo con su suave acento ecuatoriano: “Es que una termina perdiendo los modales”. Y, mientras cobraba, le contó a mi amiga que llevaba cinco años en España y que, cuando llegó, se le habían saltado las lágrimas en más de una ocasión por la rudeza del trato de la gente: no pedían las cosas por favor, no daban las gracias, a menudo ni contestaban sus saludos. “Al principio pensaba que estaban enfadados conmigo, pero luego ya vi que eran así”.
De todos es sabido que el español tiene modales de bárbaro. Aún peor: consideramos nuestra grosería un rasgo idiosincrásico y hasta nos enorgullecemos de ella. “Somos ásperos pero auténticos”, he oído decir en más de una ocasión. Y también: “Es mejor ser así que andarse con esas pamemas hipócritas y cursis que se gastan otros pueblos”. Y por pamemas cursis nos estamos refiriendo pura y simplemente a la buena educación. En muchas cosas, por desgracia, seguimos siendo un país de pelo en pecho al que le gusta alardear de ser muy macho.
Resulta sorprendente que nos hayamos convertido en un pueblo tan áspero y tan zafio, porque, en mi infancia, a los niños se nos enseñaba todavía a saludar, a dar las gracias, a ceder el asiento en el autobús a las embarazadas, a sostener la puerta para dejar pasar a un incapacitado, por ejemplo. Hoy todos esos usos corteses, esas convenciones amables que las sociedades fueron construyendo a lo largo de los siglos para facilitar la convivencia, parecen haber desaparecido en España barridas por el huracán del desarrollo económico y de una supuesta modernización de las costumbres. En no sé qué momento de nuestra reciente historia se llegó a la tácita conclusión de que ser educado era una rémora, una práctica vetusta e incluso un poco de derechas. Me temo que defender los buenos modales, como hago en este artículo, puede parecerles a muchos una reivindicación casposa y obsoleta. Pero en realidad los buenos modales no son sino una especie de gramática social que nos enseña el lenguaje del respeto y de la ayuda mutua. Alguien cortés es alguien capaz de ponerse en el lugar del otro.
Dentro de esta educación en la mala educación que estamos llevando a cabo de modo tan eficiente, son los chicos más jóvenes quienes, como es natural, aprenden más deprisa. No sólo es bastante raro que un muchacho o una muchacha levanten sus posaderas del asiento para ofrecerle el sitio a la ancianita más renqueante y temblorosa que imaginarse pueda, sino que además empieza a ser bastante común ver a una madre por la calle cargada hasta las cejas de paquetes y flanqueada por el gamberro de su hijo adolescente, un grandullón de pantalones caídos que va tocándose las narices con las manos vacías y tan campante.
Algunas de estas madres llenas de impedimenta y acompañadas de hijos caraduras son emigrantes, lo que demuestra la inmersión cultural de la gente extranjera: las nuevas generaciones crecidas aquí enseguida se hacen tan maleducados como nosotros. Pero, por fortuna, también sucede lo contrario. Quiero decir que, en los últimos años, muchos de los trabajos que se realizan de cara al público, como los empleos de cajero o de dependiente en una tienda, han sido cubiertos por personas de origen latinoamericano. Dulces, amables y educados, esas mujeres y esos hombres siguen insistiendo en dar los buenos días, en pedir las cosas por favor y en decir gracias. Algunos, sobre todo aquellos que vinieron hace años, como la cajera que se encontró mi amiga, tal vez hayan relajado un poco su disciplina cortés, contaminados por nuestra rudeza. Pero la mayoría continúa siendo gentil con encomiable tenacidad, y así, poco a poco, están ayudando a desasnar al personal celtíbero. ¿No se han dado cuenta de que estamos volviendo a saludar a las dependientas? Yo diría que en el último año la situación parece haber mejorado. Las colas de los supermercados, con sus suaves y atentas cajeras latinoamericanas, son como cursillos acelerados de educación cívica. Quién sabe, quizá los emigrantes consigan civilizarnos.
Etiquetas:
COLEGIO FEDERICO GARCIA LORCA
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