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domingo, 11 de septiembre de 2022
domingo, 22 de junio de 2014
Anteayer mismo: Julián Marías
Para mí, Julián Marías era un libro: Hª De la Filosofía, publicado por la editorial Revista de Occidente, con el que me enfrenté a la asignatura de Filosofía y Ciencias de la Educación que cursaba por la U.N.E.D. (Fui universitario por correspondencia).
Con el tiempo, su figura fue creciendo en mi repertorio de personas comprometidas y honestas; por eso el artículo que su hijo Javier, el escritor, le dedica me ha gustado y lo "cuelgo" aquí
Artículo de Javier Marías,sobre su padre
Con el tiempo, su figura fue creciendo en mi repertorio de personas comprometidas y honestas; por eso el artículo que su hijo Javier, el escritor, le dedica me ha gustado y lo "cuelgo" aquí
Artículo de Javier Marías,sobre su padre
Entrevista a Francesco de Nigris, discípulo de Julián Marías y profesor de Filosofía en la Universidad Pontificia de Comillas
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LITERATURA,
LITERATURA.,
POLITICA ESPAÑOLA
domingo, 9 de enero de 2022
lunes, 26 de septiembre de 2022
viernes, 10 de diciembre de 2021
jueves, 25 de junio de 2009
¡A pesar del tiempo!
“Cada día que pasa es más honda y total la pena, mayor el afán de tenerlo, la necesidad física de su cuerpo querido, la imposibilidad de seguir viviendo sin verlo y oírle la voz y la risa, y sentir su cariño y encontrarlo al llegar a casa, y llevarlo por la calle señalándole las cosas y viéndolo todo como por primera vez, pensando lo que diría al ver cada cosa. Es verdad que no le he desperdiciado nada de lo que ha vivido, pero también es verdad que ahora ya no sé vivir sin él… Y no puedo más de nostalgia de su voz, del movimiento de sus manos, de la expresión de sus ojos, del contacto de su piel y de su pelito suave…” JAVIER MARÍAS
Etiquetas:
PERSONAL
lunes, 28 de septiembre de 2009
Reflexión sobre algunos de nuestros jóvenes
JAVIER MARÍAS ZONA FANTASMA
Pieles finísimas
El País semanal 27/09/2009
Parece que cada nueva generación de jóvenes tenga la piel más fina y sea más pusilánime, y que cada nueva de padres esté más dispuesta a protegérsela y a fomentar esa pusilanimidad, en un crescendo sin fin. Los adultos, luego, se alarman ante los resultados, cuando ya es tarde: se encuentran con que tienen en sus hogares a adolescentes tiránicos que no soportan el menor contratiempo o frustración; que a veces les pegan palizas (sobre todo a las madres, que son más débiles); que zumban a policías, queman coches e intentan asaltar comisarías (oye, qué juerga) porque se les impide prolongar un ruidoso botellón más allá de las tres de la madrugada, como acaba de ocurrir en la acaudalada Pozuelo de Alarcón; que, en el peor y más extremo de los casos, violan en grupo a una muchacha de su edad o más joven, como sucedió en un par de ocasiones en Andalucía hace unos meses; y que por supuesto abandonan tempranamente los estudios, cuando aún no tienen conocimientos para trabajar en nada ni –con el galopante paro– oportunidad para ello. Esos adolescentes pusilánimes y despóticos no suelen provenir de familias marginales o pobres (aunque, como en todo, haya excepciones), sino de las medias y adineradas. Son aquellos a los que se ha podido y querido mimar; si no afectiva, sí económicamente.
Los estudiantes de la Universidad inglesa de Cambridge aún pertenecen, en su mayoría, a estas clases más o menos desahogadas, y su piel es finísima a tenor de lo que han pedido y conseguido: nada menos que acabar con una tradición de doscientos años. Han decidido que la colocación en tablones de las listas con los resultados de los exámenes finales (exámenes públicos, así se llaman) es algo “demasiado estresante” para ellos, que les provoca “angustia extra e innecesaria” y les supone una “humillación”, ya que permite a terceros enterarse de si han suspendido o aprobado, y además, si no se da uno prisa en ir a verlas, antes que los interesados. El protector profesorado ha atendido a su petición, así que a partir de ahora recibirán sus notas por e-mail o podrán consultarlas online (está por ver) cuarenta y ocho horas antes de que sean expuestas. No es difícil pronosticar que a la siguiente generación esto le parecerá insuficiente, y que exigirá que esas listas no se cuelguen en absoluto, aduciendo que esa información sólo concierne a cada cual. Los adultos, al paso que vamos, no se atreverán a contrariarlos, con lo que se perderá otra de las motivaciones de los estudiantes para aplicarse, a saber: la vergüenza de quedar ante sus colegas como burros, vagos o incompetentes.
Mientras los niños y jóvenes se tornan cada vez más caprichosos, arbitrarios, quejicas y dictatoriales, los Gobiernos intervienen para convertir en delito el cachete que los padres solían dar a sus vástagos cuando había que ponerles límites o enseñarles que ciertos actos acarrean consecuencias y castigos, es decir, lo que todo el mundo ha de aprender más pronto o más tarde, pues, que yo sepa, los castigos no han sido abolidos en nuestras sociedades. Toda la vida se ha distinguido sin dificultad entre eso, un cachete ocasional, y una paliza en toda regla por parte de un adulto a un niño, algo condenable y repugnante para casi cualquiera que no sea el palizador. Quienes han prohibido el cachete no siempre se oponen, sin embargo, a enviar a la cárcel a menores de edad si éstos cometen un delito de consideración. Es el reino de la contradicción: a un chaval no se le puede poner la mano encima bajo ningún concepto, aunque haga barbaridades y no entre en razón (su piel es finísima), pero sí se le puede meter una temporada entre rejas para hundirle la vida y que se acabe de malear. Nada es seguro, claro está, pero es posible que ni los violadores juveniles ni los fascistoides de Pozuelo hubieran llegado tan lejos si hubieran recibido, en anteriores fases, alguna que otra torta proporcional y hubieran aprendido a temer las consecuencias de sus actos incipientemente delictivos. El temor a las consecuencias sigue siendo –lo siento, ojalá no fuera así– uno de los mayores elementos disuasorios, también para los adultos. Hay muchos, entre éstos, que no roban ni pegan ni matan tan sólo porque saben que los pueden pillar y que les caerá un castigo. Si esto, como digo, ha de aprenderse antes o después, no veo por qué dicho aprendizaje se retrasa ahora hasta edades en las que a veces es demasiado tarde: ¿cómo va a aceptar un joven que no puede hacer esto o aquello si a lo largo de sus quince o dieciocho años se lo ha educado en la creencia de que siempre se saldría con la suya, de que a todo tenía derecho a cambio de ningún deber, y de que sus acciones más graves no acarrearían más consecuencia que el rollo que le soltaran los plastas de sus padres o profesores?
Ya sé cómo algunos leerán este artículo: como una mera reivindicación de la bofetada. Miren, qué se le va a hacer. Puestos a ser tan simplistas como esos posibles lectores, prefiero que un muchacho se lleve alguna de vez en cuando a que se lo arroje a una celda demasiado pronto, sin capacidad para entender de golpe por qué diablos está ahí, o a que viole a una compañera en manada y se vuelva a casa creyendo que eso no tiene mayor importancia que ponerse ciego de alcohol en las felices noches de botellón.
Pieles finísimas
El País semanal 27/09/2009
Parece que cada nueva generación de jóvenes tenga la piel más fina y sea más pusilánime, y que cada nueva de padres esté más dispuesta a protegérsela y a fomentar esa pusilanimidad, en un crescendo sin fin. Los adultos, luego, se alarman ante los resultados, cuando ya es tarde: se encuentran con que tienen en sus hogares a adolescentes tiránicos que no soportan el menor contratiempo o frustración; que a veces les pegan palizas (sobre todo a las madres, que son más débiles); que zumban a policías, queman coches e intentan asaltar comisarías (oye, qué juerga) porque se les impide prolongar un ruidoso botellón más allá de las tres de la madrugada, como acaba de ocurrir en la acaudalada Pozuelo de Alarcón; que, en el peor y más extremo de los casos, violan en grupo a una muchacha de su edad o más joven, como sucedió en un par de ocasiones en Andalucía hace unos meses; y que por supuesto abandonan tempranamente los estudios, cuando aún no tienen conocimientos para trabajar en nada ni –con el galopante paro– oportunidad para ello. Esos adolescentes pusilánimes y despóticos no suelen provenir de familias marginales o pobres (aunque, como en todo, haya excepciones), sino de las medias y adineradas. Son aquellos a los que se ha podido y querido mimar; si no afectiva, sí económicamente.
Los estudiantes de la Universidad inglesa de Cambridge aún pertenecen, en su mayoría, a estas clases más o menos desahogadas, y su piel es finísima a tenor de lo que han pedido y conseguido: nada menos que acabar con una tradición de doscientos años. Han decidido que la colocación en tablones de las listas con los resultados de los exámenes finales (exámenes públicos, así se llaman) es algo “demasiado estresante” para ellos, que les provoca “angustia extra e innecesaria” y les supone una “humillación”, ya que permite a terceros enterarse de si han suspendido o aprobado, y además, si no se da uno prisa en ir a verlas, antes que los interesados. El protector profesorado ha atendido a su petición, así que a partir de ahora recibirán sus notas por e-mail o podrán consultarlas online (está por ver) cuarenta y ocho horas antes de que sean expuestas. No es difícil pronosticar que a la siguiente generación esto le parecerá insuficiente, y que exigirá que esas listas no se cuelguen en absoluto, aduciendo que esa información sólo concierne a cada cual. Los adultos, al paso que vamos, no se atreverán a contrariarlos, con lo que se perderá otra de las motivaciones de los estudiantes para aplicarse, a saber: la vergüenza de quedar ante sus colegas como burros, vagos o incompetentes.
Mientras los niños y jóvenes se tornan cada vez más caprichosos, arbitrarios, quejicas y dictatoriales, los Gobiernos intervienen para convertir en delito el cachete que los padres solían dar a sus vástagos cuando había que ponerles límites o enseñarles que ciertos actos acarrean consecuencias y castigos, es decir, lo que todo el mundo ha de aprender más pronto o más tarde, pues, que yo sepa, los castigos no han sido abolidos en nuestras sociedades. Toda la vida se ha distinguido sin dificultad entre eso, un cachete ocasional, y una paliza en toda regla por parte de un adulto a un niño, algo condenable y repugnante para casi cualquiera que no sea el palizador. Quienes han prohibido el cachete no siempre se oponen, sin embargo, a enviar a la cárcel a menores de edad si éstos cometen un delito de consideración. Es el reino de la contradicción: a un chaval no se le puede poner la mano encima bajo ningún concepto, aunque haga barbaridades y no entre en razón (su piel es finísima), pero sí se le puede meter una temporada entre rejas para hundirle la vida y que se acabe de malear. Nada es seguro, claro está, pero es posible que ni los violadores juveniles ni los fascistoides de Pozuelo hubieran llegado tan lejos si hubieran recibido, en anteriores fases, alguna que otra torta proporcional y hubieran aprendido a temer las consecuencias de sus actos incipientemente delictivos. El temor a las consecuencias sigue siendo –lo siento, ojalá no fuera así– uno de los mayores elementos disuasorios, también para los adultos. Hay muchos, entre éstos, que no roban ni pegan ni matan tan sólo porque saben que los pueden pillar y que les caerá un castigo. Si esto, como digo, ha de aprenderse antes o después, no veo por qué dicho aprendizaje se retrasa ahora hasta edades en las que a veces es demasiado tarde: ¿cómo va a aceptar un joven que no puede hacer esto o aquello si a lo largo de sus quince o dieciocho años se lo ha educado en la creencia de que siempre se saldría con la suya, de que a todo tenía derecho a cambio de ningún deber, y de que sus acciones más graves no acarrearían más consecuencia que el rollo que le soltaran los plastas de sus padres o profesores?
Ya sé cómo algunos leerán este artículo: como una mera reivindicación de la bofetada. Miren, qué se le va a hacer. Puestos a ser tan simplistas como esos posibles lectores, prefiero que un muchacho se lleve alguna de vez en cuando a que se lo arroje a una celda demasiado pronto, sin capacidad para entender de golpe por qué diablos está ahí, o a que viole a una compañera en manada y se vuelva a casa creyendo que eso no tiene mayor importancia que ponerse ciego de alcohol en las felices noches de botellón.
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EDUCACIÓN
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