domingo, 28 de noviembre de 2010

¡Muerte y Resurrección de la letra yeye!

JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS 28/11/2010 El País Semanal.


La i griega, la ch, la ll, la x, la q, patas arriba. Las 22 academias de la lengua española han buscado unificar criterios en su última revisión de la ortografía. Las propuestas han generado críticas a ambos lados del océano. Los hablantes tendrán la última palabra.

El uso de una lengua es un círculo. La etimología, un cuadrado. La ortografía nace de la tensa conciliación entre ambos. A José Antonio Pascual, director del Diccionario histórico que prepara la Real Academia Española, le gusta emplear esa imagen: muestra a la perfección lo que toda norma lingüística tiene de cuadratura del círculo, las tensiones de las que nace y las que genera. Hoy mismo, en el marco de la Feria del Libro de Guadalajara (México), las 22 academias de la lengua española debaten, por última vez antes de su publicación el mes que viene, la propuesta de nueva Ortografía. Sustituirá a la de 1999 y llega haciendo ruido. Ya ha producido una marea de críticas. ¿La razón? La i griega se llamará ye para disgusto de algunos españoles, la be baja se llamará uve para enfado de algunos latinoamericanos, la ch y la ll dejarán de ser letras del alfabeto, el sólo adverbial perderá la tilde y lo mismo le pasará al monosílabo guión. La vieja ípsilon generó por unas horas tanta admiración como Lady Gaga, y a los pocos días de anunciarse estos cambios, 70.000 personas se habían unido al grupo creado en la red social Facebook bajo un nombre rotundo: Me niego a que i griega pase a llamarse ye.
La noticia en otros webs
“La ‘i griega’ se llamará ‘ye’ para disgusto de los españoles. Y la ‘be baja’ se llamará ‘uve’ para enfado de los latinoamericanos”
“La Real Academia Española lleva casi tres siglos retocando la ortografía. En una lengua nada dura para siempre”

La norma para la escritura correcta no ha dejado de cambiar desde mucho antes incluso de que la RAE, fundada en 1713, publicara su primera ortografía en 1741, entonces Orthographía. Lo que también ha cambiado es su difusión y la capacidad de respuesta inmediata de los hablantes a través de Internet. Hoy sería imposible eliminar la ce con cedilla de palabras tan usuales como cabeça o coraçón. Se hizo en 1726 a través del Diccionario de autoridades porque la diferencia de pronunciación entre ç y z se había perdido dos siglos atrás. Aunque el uso venció en ese caso a la etimología (del griego étymos, verdadero, y logos, palabra; el sentido verdadero de una palabra), ese mismo año la etimología se alzó sobre el uso para mantener una distinción gráfica que no correspondía ya a ninguna diferencia fonética: la b y la v. Según Rafael Lapesa, un clásico de la historia de la lengua, ya fallecido, se fijó “b cuando en latín hay b o p; v cuando en latín tiene v; y en palabras de origen dudoso, preferencia por b”. Adiós, pues, a cavallo, boz, vivir y bever. Si la cuadrada etimología se equivocaba de fuente, el círculo del uso hacía imposible la rectificación. Fue el caso del verbo barrer, que se suponía nacido de un término escrito con b. Cuando se dio con el origen correcto (el verrere latino) era demasiado tarde para sacar la palabra de la calle, llevarla a la Academia y devolverla limpia a los hablantes.
Sentado en su espartano despacho de vicedirector de la RAE, José Antonio Pascual dice que el ejemplo de barrer es un buen antídoto contra los lamentos por la supuesta corrupción del alma de la lengua en cada intento de retoque ortográfico. Colaborador de Joan Coromines en su monumental Diccionario crítico etimológico de la lengua castellana, el académico salmantino es, con una sonrisa, tan rotundo como los internautas: “La lengua no tiene alma. Todos pensamos que la naturaleza es lo que nos enseñó el maestro”. Y los maestros cambian con el tiempo. Lo importante es que los alumnos aprendan unas reglas comunes y coherentes. Las que sean. Por eso ve más resquemor identitario que lingüístico en las quejas de los hablantes más bulliciosos. En su opinión, más que la coherencia filológica, pesa un deseo de distinguirse del vecino que chirría en tiempos de globalización de las comunicaciones: “A todos nos gusta usar el mismo prefijo telefónico desde todos los países. Cuando uno emplea un ancho de vía particular lo hace por miedo a que lo invadan”. Eso sí, volviendo a la cuadratura del círculo, insiste en que toda reforma es una propuesta.
Los hablantes tienen, literalmente, la última palabra, ya defiendan con erudición el penúltimo rastro clásico del español o quieran simplemente convertir sus costumbres en ciencia. Durante décadas circuló la quimera de que existía algo así como “el mejor español del mundo”, que para unos se hablaba en Valladolid y para otros, en Bogotá. En 1611, el toledano Sebastián de Covarrubias criticaba la “mala” pronunciación de la gente de Burgos: “Los que son pusilánimes, descuidados y de pecho flaco suelen no pronunciar la h en las dicciones aspiradas y dicen umo por humo” (es decir, jumo). Covarrubias ha pasado a la historia como autor del primer gran diccionario de la lengua española, pero ya sabemos en qué quedó su defensa de la h aspirada.
Platón, que creía que la palabra era arquetipo de la cosa (“en las letras de rosa está la rosa y todo el Nilo en la palabra Nilo”, según los platónicos versos de Borges), alertó desde temprano contra la difusión de un invento destinado a acabar con la memoria: el alfabeto. Desde que en el siglo IV antes de Cristo se generalizara la adaptación helénica del alfabeto fenicio, que luego los romanos difundirían por toda Europa, la guerra incruenta de la ortografía ha estado plagada de batallas y escaramuzas en las que no siempre la letra entró con sangre porque, el aviso es de Horacio, “el uso es más poderoso que los Césares”.
La ‘i griega’, segundo asalto. La polémica en torno a la i griega –una letra con nombre de vocal y uso mayoritariamente consonántico no es una batalla, sino una larga guerra. En 1869, el diccionario de la RAE decía: “Se la llamaba i griega y hoy se le da el nombre de ye”. La fórmula se repitió edición tras edición mientras los hablantes españoles, y muchos latinoamericanos, seguían llamándola i griega. En 1985, más de un siglo después, la Academia rectificó, cambio el orden de los factores y su definición: “Llámase i griega, y hoy se le da también el nombre de ye”. Actualmente, y hasta la aprobación de la reforma de la ortografía, esto es lo que figura en el Diccionario panhispánico de dudas: “Su nombre es femenino: la i griega (más raro, ye)”. Todo es, pues, relativo. Y lo más relativo, lo raro, que puede dejar de serlo por sufragio. La asociación de academias de la lengua, en su afán de dar un único nombre oficial a cada letra, propuso llamar uve a lo que en América se denomina indistintamente be baja o be corta. Surgió entonces la propuesta mexicana (y no olvidemos que uno de cada cuatro hablantes de español vive en México): si unos aceptaban la uve, los otros tendrían que hacer lo propio con la ye. De una vieja solución acababan de nacer dos nuevos problemas.
Con ‘ll’ de recién llegada. Al contrario que la i griega, la ch y la ll no tienen quien les llore. En el fondo, habían estado más tiempo fuera del abecedario que dentro. Las dos ocuparon su plaza en el alfabeto en 1803, contrariando la norma de que a cada sonido corresponda una sola letra. En general, la razón para hacer difícil lo fácil no hay que buscarla en la lingüística, sino en la política: el nacionalismo. El tributo a la exaltación de la diferencia lo pagaron los sistemas de catalogación (diccionarios incluidos), que dejaron de seguir criterios internacionales. Por eso, en la Ortografía de 1999 la ch y la ll pasaron a considerarse dígrafos, es decir, signos ortográficos de dos letras. Eso sí, permanecían en el alfabeto. Ahora lo van a abandonar tras una decisión que no es revolucionaria, sino, en el buen sentido, reaccionaria.
Don Quixote en México. En 1815, el año en que quedó fijada la ortografía moderna del español, la RAE se vio envuelta en dos grandes polémicas. Una, fruto de la eliminación de la h de la palabra Christo. La otra, fruto de la supresión de la x como equivalente a j, resto gráfico de una distinción entre sorda y sonora extinguida en castellano dos siglos antes, la que hacía que mujer y eje se pronunciaran, respectivamente, como je y cheval en francés. La reforma se llevó por delante la vieja escritura de don Quijote, pero no pudo con Oaxaca o Texas. Ni, por supuesto, con México, donde hubo una resistencia al cambio cuyo éxito está a la vista. Para Valle-Inclán, el dulce arcaísmo de su nombre era una de las grandes razones para visitar aquel país. La RAE admite las dos grafías, pero recomienda el uso local. Y nunca falta quien, confundido por la ortografía, pronuncia Méksiko y Teksas.
Talibanes en Maastricht. Para bien y para mal, en asuntos de gramática, la prensa es siempre más rápida que la escuela. Antes incluso de que Internet se convirtiera en un inagotable libro de arena, los hablantes hacían suyas las palabras sin dar tiempo a la Academia de pensar en ellas. Así, podría decirse que fue el 11-S lo que convirtió en talibanes a los talibán. En marzo de 2001 se publicó en España Los talibán. El Islam, el petróleo y el “Gran Juego” en Asia Central, un ensayo del paquistaní Ahmed Rashid cuya traducción respetaba la formación en lengua pastún del plural talibán a partir del singular talib (estudiante). Hasta entonces, a los integristas que habían volado los budas de Bamiyán se les llamaba en todos los periódicos los talibán. Medio año después, a partir del atentado contra las Torres Gemelas, empezaron las vacilaciones y se impuso la castellanización del plural. El helenista y académico Valentín García Yebra defendió la adaptación acudiendo a otros ejemplos de lenguas semíticas como querubín o serafín.
Casi una década después, la RAE “desaconseja” el primitivo plural invariable y “recomienda” para el femenino la forma talibana (como de alemán, alemana). Aunque parece difícil que la misoginia fundamentalista permita la difusión del femenino, los reporteros siempre tendrán una fuente talibana que citar. Por la misma puerta que los talibanes se coló Osama Bin Laden, cuyo nombre en español se movió durante años entre el bin llegado a través del inglés y el ben (hijo de) de la tradición hispánica, la integrada por Ben Jaldún o Ben Gurión. Esta vez las noticias fueron más rápidas que Ben Hur. Y que la RAE.
Otro episodio de resignación a la velocidad y la mala memoria se produjo cuando el 7 de febrero de 1992 se firmó el Tratado de Maastricht. Desde que Alejandro Farnesio la conquistara para Felipe II en 1579, la pequeña ciudad holandesa había pertenecido a España durante casi 60 años. Tenía su nombre traducido y Lope de Vega llegó a usarlo en el título de una obra de teatro: El asalto de Mastrique. Pero era una más de las más de mil comedias escritas por el Fénix de los Ingenios y el cruel esplendor de los tercios de Flandes quedaba muy lejos.
Recreativo, 1 - Racing, 1. Aunque la adaptación de la terminología del tenis, el ciclismo o la fórmula 1 parece hoy una marca imbatible, hubo un tiempo en el que el anglicismo sport tuvo su réplica serena en la castellanización de una vieja palabra de origen provenzal: deporte. Presente en el castellano desde la Edad Media, deporte significaba, como decía el diccionario académico en 1803, “lo mismo que recreación, pasatiempo y diversión”. La moda de la gimnasia y el culto al cuerpo surgida en la Europa del ochocientos hizo que el sport conviviera con la versión ampliada de la palabra medieval. En 1925 incluía la idea de aire libre; en 1956, la de ejercicio físico, y en 1970 tenía ya la acepción actual. Sport quedó en español para la ropa informal. Y para los Campos de Sport del Sardinero, propiedad del Racing de Santander. Los propios nombres de los equipos españoles reflejan bien la vacilación en el uso de la terminología de un deporte, el fútbol, que desembarcó en España a finales del siglo XIX. Si el Athletic, el Sporting y el Racing (en Santander llegó a haber un Strong) reflejan la moda británica, el calco balompié solo perdura en el Betis. Entre tanto, en el nombre del equipo decano, el Recreativo de Huelva, fundado en 1889, permanece un poco del primitivo Recreation Club onubense y otro poco de la idea de recreo que tuvo originariamente la palabra deporte.
Enervar era lo contrario. Álgido fue muy frío antes de ser también momento culminante. Lívido fue amoratado antes que intensamente pálido, y enervar fue debilitar mucho antes que poner nervioso. Son tres ejemplos de cómo, cuando el uso triunfa sobre la etimología, la idea de corrección cambia de bando. Enervar era lo que se hacía al cortar los nervios a alguien (un esclavo, por ejemplo) para debilitarlo, y de ahí tomó su primitivo significado. Después de décadas de andar de boca en boca con el sentido de poner nervioso, la RAE lo señala como galicismo frecuente en su diccionario manual de 1984. La edición actual lo sitúa ya en la tercera acepción.
La Real Academia Española lleva casi tres siglos retocando la ortografía. En una lengua nada es para siempre. Nadie se acuerda ya de accento, annotar, sciencia o grandíssimo, obscuridad o substancia, pero ahí siguen, con un pie en cada era, pseudo, septiembre y psicología. Todavía la fé de la calle madrileña del mismo nombre, a un paso de la plaza de Lavapiés, lleva su antigua tilde en el rótulo azul. Los hablantes, en efecto, tienen la última palabra. La ortografía busca que, sea la que sea, esa palabra se escriba siempre igual. Porque acecha la singular propuesta de Fray Gerundio de Campazas: pata, con minúscula si es de mosca; con mayúscula si es de cordero.

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