domingo, 29 de enero de 2012
Los nietos
Tienen menos de 30 años. Nacieron cuando Franco ya había
muerto. Para unos era solo el nombre de un fantasma que se pronunciaba
con un rencor envasado en la sobremesa familiar; para otros ni siquiera
eso, un par de líneas en la asignatura de Historia. Son los nietos del
desastre de la guerra civil. Durante la primera etapa de la Transición
todavía jugaban con muñecas, iban al parque con patines y adornaban con
pegatinas de Snoopy las tapas de sus cuadernos. Después comenzaron a oír
por todas partes que en España la salida de la dictadura había sido una
obra maestra de la democracia y que el resto del mundo admiraba ese
milagro. Sus padres, si eran de izquierdas, callaban, lo daban por
bueno; si eran de derechas, lo celebraban como una conquista propia;
pero algunos maestros explicaron a estos jóvenes que la Transición tan
modélica solo había sido un pacto tácito entre dos miedos. Muerto el
dictador, la derecha creía que los comunistas tenían minadas todas las
alcantarillas de la sociedad; en cambio, la izquierda temía que los
militares podían levantarse cualquier día para plancharla de nuevo. Se
produjo un difícil equilibrio entre las dos fuerzas contrarias, cada una
con las heridas del pasado abiertas todavía. Ambos bandos se
neutralizaron mutuamente con un deseo inapelable: todo menos matarse
otra vez, cualquier engendro político es preferible a otra tragedia. La
izquierda sumida en un complejo de Estocolmo cedió mucho más en este
equilibrio inestable. Las cunetas y barrancos estaban llenos de
ejecutados que lucharon en el bando republicano. Desde la postguerra sus
hijos no habían osado romper el silencio al que fueron obligados ni
habían logrado sacudirse el terror de encima, pero habían conquistado
derechos y amnistías, escaños en el Parlamento e incluso el poder en el
Gobierno. Hay que dejarlo correr, dijeron. Pero los nietos de la
izquierda, que no conocieron la dictadura, no se sienten obligados por
el subconsciente a agradecer nada. Quieren que sus antepasados
enterrados en barrancos y cunetas sean exhumados con honor para que sus
almas reposen en paz y no vaguen como una sombra negra sobre la memoria
colectiva. No se trata de política. Es solo una moral: están
representando sin complejos la tragedia de Antígona.
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