CARMEN Gil 26/04/2012
¡Los libros! Llenos están de maravillosas aventuras, de hazañas colosales, de enigmas, de sublimes pensamientos, de pasiones humanas y divinas...: cíclopes ciegos de amor que han perdido la razón y emiten abundantes cantos; esforzados héroes; dioses que bajan a la Tierra seducidos por los níveos cuerpos de las ninfas; caballeros andantes arrebatados de ansias de justicia que entran en fiera y desigual batalla; princesas rubias que aguardan flores imposibles...
Hubo un emperador de Roma que, cuando supo que su muerte estaba cerca, entregó la llave de sus libros a un yerno suyo y le dijo: "Toma esta llave; con ella te doy el corazón. Si los dioses me dieran a escoger, yo quisiera más estar en la sepultura rodeado de libros que en la vida cercado de tesoros". No había nada que provocase más deleite en su alma que leer.
¡Leer! ¡Imaginar! ¡Palpar los secretos del universo! ¡Vivir! Sin embargo, en estos pobres tiempos, en estos tiempos de mengua mental, de variedad confusa, seducidos estamos por un engañabobos de fuerza irresistible que empapa de modorra nuestra vida y nos deja siniestramente mudos, siniestramente quietos: la televisión (¡ah!, la televisión). Murmura como un enjambre de abejas que sacude nerviosamente sus alas. Tiene el encanto y el atractivo de una preciosa falsificación. Con ella, la vida intelectual llega apenas a un soplo, a un hálito. Grave error nuestro pasar horas y más horas extasiados ante sus vanas cavilaciones.
Contra la televisión, los libros. Contra la imagen y el sonido dictados, la palpitante fantasía interior. Contra la contemplación boba, la reflexión viva. Contra los programas basura, lectura, lectura y más lectura, lectura a torrentes, a diluvios. En medio de esta sociedad mediática al máximo se hace imprescindible el acto abundante de leer. No hay nada tan precioso como el pensamiento de los hombres ilustres condensado en los textos escritos. Leer es existir. Sin libros, nadie es nada. Son una llave de oro que abre el jardín de los sueños y el reino de la sabiduría: don Quijote y la mecánica de Newton, Ulises y la Victoria de Samotracia, Madame Bovary y Ana Ozores...
Un apunte fundamental hay que hacer: lo que vemos en televisión pasa escurriendo sobre nosotros, dándonos solo satisfacciones perentorias, ofreciéndonos nada más que la cáscara de la vida, una existencia virtual; lo que leemos se nos queda prendido para siempre, se torna sangre y carne nuestras. Nada de lo leído se borra, nada se pierde. Todo se nos va clavando, como una flecha de oro, en el cerebro y en la médula. Los libros nos producen el disfrute supremo. Hacen vibrar los fondos de nuestro corazón. Son la vida misma, la existencia real. Así es que tendríamos que afanarnos ardorosamente a ellos. Nada es tan necesario para el pensar propio y vivo como la lectura. Mas ocurre que algo en nosotros se resiste. Hay un visible y terrible apartamiento de los libros. Puestos están hoy en crisis durísima.
Claro que habrá quien me replique que hubo tiempos peores. Ciertamente, centurias atrás los libros no eran leídos por casi nadie porque casi nadie sabía leer. Además, durante largos siglos merecieron el castigo del fuego por endiablados y engendradores de encantamiento. Se creía que llenaban la imaginación de soñadas invenciones, desafíos y disparates imposibles. Así es que eran echados a la pira sin remisión alguna. Lo grave, lo gravísimo de estos tiempos nuestros es que lo que arde en la pira, en la pira de la televisión, es la voluntad de leer.
De no reaccionar de inmediato estaremos en condiciones de iniciar el regreso al momento exacto, remotísimo (hace aproximadamente diez millones de años), en el que nos separamos de los chimpancés.
Es deber de quien escribe alertar de ello.
* Profesora de la Facultad de Ciencias de la Educación. Concejala del Grupo Municipal de Izquierda Unida del Ayuntamiento de Córdoba.
¡Los libros! Llenos están de maravillosas aventuras, de hazañas colosales, de enigmas, de sublimes pensamientos, de pasiones humanas y divinas...: cíclopes ciegos de amor que han perdido la razón y emiten abundantes cantos; esforzados héroes; dioses que bajan a la Tierra seducidos por los níveos cuerpos de las ninfas; caballeros andantes arrebatados de ansias de justicia que entran en fiera y desigual batalla; princesas rubias que aguardan flores imposibles...
Hubo un emperador de Roma que, cuando supo que su muerte estaba cerca, entregó la llave de sus libros a un yerno suyo y le dijo: "Toma esta llave; con ella te doy el corazón. Si los dioses me dieran a escoger, yo quisiera más estar en la sepultura rodeado de libros que en la vida cercado de tesoros". No había nada que provocase más deleite en su alma que leer.
¡Leer! ¡Imaginar! ¡Palpar los secretos del universo! ¡Vivir! Sin embargo, en estos pobres tiempos, en estos tiempos de mengua mental, de variedad confusa, seducidos estamos por un engañabobos de fuerza irresistible que empapa de modorra nuestra vida y nos deja siniestramente mudos, siniestramente quietos: la televisión (¡ah!, la televisión). Murmura como un enjambre de abejas que sacude nerviosamente sus alas. Tiene el encanto y el atractivo de una preciosa falsificación. Con ella, la vida intelectual llega apenas a un soplo, a un hálito. Grave error nuestro pasar horas y más horas extasiados ante sus vanas cavilaciones.
Contra la televisión, los libros. Contra la imagen y el sonido dictados, la palpitante fantasía interior. Contra la contemplación boba, la reflexión viva. Contra los programas basura, lectura, lectura y más lectura, lectura a torrentes, a diluvios. En medio de esta sociedad mediática al máximo se hace imprescindible el acto abundante de leer. No hay nada tan precioso como el pensamiento de los hombres ilustres condensado en los textos escritos. Leer es existir. Sin libros, nadie es nada. Son una llave de oro que abre el jardín de los sueños y el reino de la sabiduría: don Quijote y la mecánica de Newton, Ulises y la Victoria de Samotracia, Madame Bovary y Ana Ozores...
Un apunte fundamental hay que hacer: lo que vemos en televisión pasa escurriendo sobre nosotros, dándonos solo satisfacciones perentorias, ofreciéndonos nada más que la cáscara de la vida, una existencia virtual; lo que leemos se nos queda prendido para siempre, se torna sangre y carne nuestras. Nada de lo leído se borra, nada se pierde. Todo se nos va clavando, como una flecha de oro, en el cerebro y en la médula. Los libros nos producen el disfrute supremo. Hacen vibrar los fondos de nuestro corazón. Son la vida misma, la existencia real. Así es que tendríamos que afanarnos ardorosamente a ellos. Nada es tan necesario para el pensar propio y vivo como la lectura. Mas ocurre que algo en nosotros se resiste. Hay un visible y terrible apartamiento de los libros. Puestos están hoy en crisis durísima.
Claro que habrá quien me replique que hubo tiempos peores. Ciertamente, centurias atrás los libros no eran leídos por casi nadie porque casi nadie sabía leer. Además, durante largos siglos merecieron el castigo del fuego por endiablados y engendradores de encantamiento. Se creía que llenaban la imaginación de soñadas invenciones, desafíos y disparates imposibles. Así es que eran echados a la pira sin remisión alguna. Lo grave, lo gravísimo de estos tiempos nuestros es que lo que arde en la pira, en la pira de la televisión, es la voluntad de leer.
De no reaccionar de inmediato estaremos en condiciones de iniciar el regreso al momento exacto, remotísimo (hace aproximadamente diez millones de años), en el que nos separamos de los chimpancés.
Es deber de quien escribe alertar de ello.
* Profesora de la Facultad de Ciencias de la Educación. Concejala del Grupo Municipal de Izquierda Unida del Ayuntamiento de Córdoba.
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