martes, 21 de septiembre de 2021

La lengua antipática

 La lengua antipática

José María Pemán escribió en una Tercera de ABC, año 1970, que la lengua catalana era un vaso de agua clara: «Desde el día siguiente a la liberación de Cataluña se vio el camino que iban emprender algunos, reincidiendo en pasados errores. Estuve en Barcelona en los primeros días. Aparecieron calles y esquinas empapeladas de tiras o rótulos oficiales con este texto: ‘¡No hables catalán, habla la lengua del imperio!’».

Dionisio Ridruejo y los catalanes del bando nacional, como Ignacio Agustí, José María Fontana, Pere Pruna o Carlos Sentís, eran partidarios de hacer falangismo en catalán. Incluso Serrano Suñer, con raíces familiares en Gandesa, no lo veía con malos ojos… «Cataluña podía soportar muy bien la revocación del Estatuto de autonomía, pero no la interdicción o el despojo de pertenencias fundamentales como la lengua o el estilo de vida», escribe Ridruejo en ‘Casi unas memorias’.

Los equipos de propaganda imprimían octavillas y preparaban discursos en catalán; incluso se contemplaba poner la emisora de la Generalitat, Radio Associació de Catalunya, al servicio del Nuevo Estado. Todo quedó en papel mojado por la cerril oposición del general Eliseo Álvarez Arenas. El 5 de septiembre de 1939 el gobernador civil, Wenceslao González Oliveros, establecía en una nota de prensa el plazo «para redactar rótulos e impresos en el idioma nacional». El castellano debía leerse «en fachadas, muestras comerciales, documentación utilizada en relación con el público, inscripciones y rótulos, así como toda clase de escritos, anuncios y documentos en entidades públicas y privadas, asociaciones y fundaciones de cualquier especie». Los contraventores de la orden serían castigados con multas de 100 a 1.000 pesetas de la época… En la Cataluña actual ocurre lo mismo, pero al revés.

El 14 de julio de 1962, Ignacio Agustí y Manuel Fraga, flamante ministro de Información y Turismo, comen en el madrileño Jockey para abordar el denominado ‘problema catalán’. El autor de ‘Mariona Rebull’, director del semanario ‘Destino’ entre 1937 y 1957, elabora para el ministro un informe demoledor: «Las tropas del general Franco entramos en Barcelona el 26 de enero de 1939; llegamos a una ciudad dispuesta a todo por apoyar al Nuevo Régimen y solidificar su situación de base. Al cabo de los años -y, naturalmente, no sin el apoyo de maniobreros y nostálgicos- la gente advierte que, con relación a Cataluña, no se ha seguido ninguna línea política. Pero en el caso de nuestra región no se ha seguido, de toda la gama, más que un matiz de signo puramente económico -y no digo yo que eso sea poco- de modo a mantener el nivel de la región en sus aspectos materiales; en lo otro, creo yo que se ha tenido una disposición a dar largas a los años para que, al cabo del tiempo histórico, precisamente por los crecimientos de población y las migraciones, nos halláramos en un país que había dejado de hablar catalán».

Fraga avala el diagnóstico. La cultura catalana no tenía por qué perjudicar al Régimen. El victimismo dejaba el catalán en manos del bando derrotado para devenir, años después, en arma arrojadiza. La reivindicación de la lengua alimentaba a los nostálgicos del catalanismo republicano que representó en los años treinta Esquerra Republicana.

El catalán, insiste Agustí, «es una pirueta de la lengua latina y sólo se convierte en instrumento político adverso o malévolo cuando grupos adversos o malévolos lo utilizan para ese fin». Al escritor le preocupa el reagrupamiento nacionalista y comunista en torno a la abadía de Montserrat, «paño de lágrimas», según sus palabras, del antifranquismo; la revista Serra d’Or, advierte, «viene a ser como el arca sagrada donde se encierran los tesoros del catalán futuro...». Ellos, añade, «se figuran, probablemente, que este Régimen y lo catalán son incompatibles; y yo, personalmente, no encuentro que estuviera nada mal demostrarles lo contrario».

Si las lenguas han de ser un medio de comunicación y no un fin de la política, el escritor aconseja que en lugar de ignorarlo «o de soslayarlo», hay que «afrontarlo, canalizarlo»: aprovecharlo como ventaja y no como inconveniente. Propone al ministro agrupar entidades como el entonces ‘declinante’ Institut d’Estudis Catalans y la Fundació Bernat Metge en un Alto Centro de Estudios o una Universidad de la Lengua Catalana.

Fraga abrió la mano al catalán, pero ya era demasiado tarde. Los temores de Agustí se hicieron realidad. La burguesía jugaba a dos bandas: al tiempo que se beneficiaba económicamente del Régimen, financiaba entidades como Òmnium Cultural, uno de los arietes actuales del separatismo. La iglesia catalana apoyaba la misma estrategia: parecía olvidar los asesinatos de católicos en la Cataluña de Companys. Con Pujol advino la inmersión lingüística y el adoctrinamiento histórico en la enseñanza. Después, el tripartito de Maragall con Esquerra identificó la lengua con la cultura y el cordobés Montilla tiró de chuleta cuando hablaba en catalán. Acomplejados por no ser buenos patriotas, los socialistas catalanes se sumaron al monocultivo lingüístico y renunciaron al universalismo cultural de la izquierda.

Alguien tan poco sospechoso como John Edwards, sociolingüista de Québec y autor de ‘Un mundo de lenguas’, negaba la desaparición del catalán y que una lengua sólo sobreviva con un Estado propio, tal como sostiene el independentismo: «Incentivar es mejor que prohibir, e ilusionar mejor que penalizar», declaraba a propósito de las multas lingüísticas.

Tomen nota quienes imponen el plato único a una sociedad plural: el monolingüismo es aislamiento cultural, entorpece el libre mercado y coarta la libertad de expresión. Tanta Memoria Histórica para no aprender nada.

A cuarenta años de franquismo han sucedido otros cuarenta de nacionalismo excluyente. El independentismo es el fuego amigo de la lengua catalana. El régimen franquista hizo antipático el castellano y demonizó a quienes hablaban la lengua de Verdaguer. Hoy el Diktat nacionalista impone el catalán en los medios de comunicación públicos y subvencionados, vigila lo que habla el alumnado en el patio y desprecia a los autores catalanes en castellano… Pero está perdiendo la batalla. Lo demuestran las encuestas: han hecho del catalán, como lo fue el castellano en los año s cuarenta, la antipática lengua del poder.

No es extraño que el castellano sea actualmente la expresión preferida de dos terceras partes de los jóvenes; o que el pintor Sean Scully abandone Cataluña tras un cuarto de siglo de residencia. Ninguneado en reuniones donde solo se hablaba en catalán -«como diciendo jódete»-, cuando le dijeron en la escuela que su hijo debía sustituir el castellano por el catalán decidió que era el momento de marcharse: «No pudimos soportar Barcelona por esta mierda».

Así se enturbió el vaso de agua clara que evocaba Pemán.

Sergi Doria es escritor.

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