EL sonido de las balas rasga la paz de la ciudad (Monterrey). Por ello todos los habitantes del pueblo deben parapetarse tras los muros de sus casas, para protegerse de las muescas de un horroroso recuerdo. Cada boquete de proyectil es un impacto de odio de quienes están en contra de la libertad y de la paz. De aquellos que creen que la armonía es una guerra excitada desde los gritos. Los habitantes del pueblo cierran las ventanas para que no pueda filtrarse ni la luz, buscando en la oscuridad el borrón de una realidad que estalla a diario por las calles. El sonido de cada bala lleva inscrito un trágico epitafio de sangre. Muerte sin justificación ni excusa, porque era inocente. Las balas silban de la misma manera que lo hace un pedazo de hierro al caer desde muchos metros de altura, desgarrando en vertical ese cielo de nubes hasta el edén donde hundimos nuestros pies. Es el mismo silbido horizontal de las pistolas, que añaden a su canción el estribillo del click pulsado por los dedos del odio mientras el ojo asesino enfoca su objetivo para matarnos a todos. Se mata uno a uno con el deseo de acabar con un cosmos que nunca muere, porque el mundo no es uno, sino que somos todos. No hay bala que pueda matar al universo de cabales hombres de paz que somos. Frente a esta cruzada, una voz femenina y dulcemente modulada ha podido con la balasera que sobrevuela sobre las cabezas de un grupo de niños mexicanos que estaban en plena clase. Su profesora reaccionó tan rápido como la propia munición para salvar la vida de sus alumnos y proteger su psique. Oyó balas, disparos que provenían de la calle, dirigidos contras las ventanas de un aula. Reventaban los cristales que podían malherir a sus alumnos, pero la voz de la maestra fue más poderosa que el dedo que pulsaba el gatillo. Sus indicaciones persuasivas convencieron con facilidad a los pequeños para que se tumbaran en el suelo y dejaran que las balas surcasen el aula, consciente de que los proyectiles no tienen patas. Compitió con el sonido de las balas con su propia voz. Una canción de niños eclipsó el sonido de la metralla que rebotaba contra la bondad, contra la fortaleza y serenidad de una mujer que supo ganar una guerra con su tierna voz y su corazón. Canción triste, no. Canción alegre en medio de una guerra que se perdió en el agujero negro de la indiferencia por el inocente sonido de la voz a capella de una mujer que supo ensordecer el tiroteo. Los niños cantaban mientras permanecían tumbados en el suelo y las balas, cuya falta de inteligencia es inusitada, no hallaron sitio en el lugar. Mientras cantaban, los críos vivieron ajenos su horror. La canción metió en la canana de su cintura las balas asesinas para convertirlas en el sonido de la vida y el borrador de una tragedia que nunca ocurrió. (Mariló Montero. El Día de Córdoba. domingo 5 de junio de 2011) Se llama Martha Ivette Rivera Alanis.
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